EL ABRAZO DEL OSO

 


Reconozcamos que no vivimos unos tiempos especialmente lúcidos con la escaleta vital de esta existencia tan dolosa socialmente. Pasamos diariamente las páginas de nuestra historia con cierto desprecio de lo que se cuenta y de quien nos lo cuenta. Nos envalentonamos con las migajas de los estereotipos para creernos en la sabiduría maximalista y facilona. Y retrocedemos los pasos para seguir inoculando el cabreo por aquello de seguir volando por encima de las cabezas de los otros. Así termina una semana repleta de esas concentraciones esbeltas de virtuosismo y tan avaladas por todos a partir de la libertad de expresión tan propia de nuestras democracias. Una expresión que no siempre responde a la libertad inclusiva que validaría nuestro pensamiento constitucional. Muy al contrario, expulsa de la triada a quienes deslomamos con el griterío del insulto y la codicia del pasado. Ya lo explicaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano señalando que “confundimos la libertad de expresión con la libertad de presión”. Imponemos apreturas a la diversidad del pensamiento para seguir arañando en esa dicotomía del blanco y el negro donde aparentar lo bueno y lo malo. Nos hemos acostumbrado a invadir la zona de respeto interpersonal para seguir vociferando la narrativa de odio y desprecio que nos excluye como sociedad que persigue más encuentros a pesar de las divergencias. Y hemos normalizado tanto el linchamiento intelectual que, antes de los hechos, confabulamos con la ignorancia de las acciones para seguir justificando la lealtad arrogante. Al final, la inquina al contrario sobrevive gracias al nuevo mercado de las vanidades donde se sigue alimentando el puesto de salida de aquellos que se avalan como representantes de demasiadas totalidades para unificar personalismos de cámara. Un experimento que no nos deja demasiado margen para la mejora de nuestra propia existencia. Lo peor de todo es que no hemos inventado nada ni hemos mejorado en la lucha del antropoide de turno. Seguimos repitiendo la estrofa que sabe más a carrasca histórica para seguir rebuscando algún acierto a tanta negligencia.

Tal vez, rebuscando en el libro de Galeano, El libro de los abrazos, encontremos esa justificación a esa dejadez por aquello de que “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Y debo reconocer, que en ese hacer empiezan a tropezarse demasiados abrazos para expresar extremas presiones que achuchen al oso que llevamos a la espalda.

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