SAQUEADORES DE FELICIDAD

Decía Theodore Roosevelt que “la comparación es el ladrón de la felicidad”. Hermosa manera de entender un dicho tan propio de nuestra jerga nacional por aquello de lo odioso de las infinitas equiparaciones rutinarias. Probablemente, si lo compensáramos con la posibilidad de ser infelices en lugar de odiar, más de uno habría olvidado esta riqueza de vanidades en la que diariamente nos encontramos. Vivimos en el hábito de cotejar lo que somos con lo que son los demás, confrontar políticas desde la negatividad de los maximalismos de unos y otros y seguir la estrategia comunicativa desde los medios de comunicación social como terapia de autoafirmación. De esta forma, siempre tenemos de aliado la molestia de aquello que hace y piensa el contrario para seguir en la comparativa ideológica de nuestro mantra personal. Toda una perfecta espiral de estereotipos infinitos donde centrifugar lo peor posible las ideas y propuestas que deberían acompañar las buenas intenciones colectivas. Se va desarmando este año ya viejuno desde sus primeros andares, pero inolvidable en este futuro que se antoja más incierto si cabe. Llenamos nuestra soledad en casa con ese espíritu conciliador que siempre provocan las grandes desgracias sociales. Incluso en algún momento pensamos en reponernos con las manos tendidas, entre los balcones abiertos, a quienes viajaban en la incertidumbre en esa estática vivencia obligada. Nada mejor teníamos que hacer sino entender que todo el mundo, ese universo limitado de lo que somos, se encontraba en la misma situación. Todo un consuelo social para reabrir, a la primera de cambio, la grotesca caja de Pandora y regresar a esa eterna comparación con la que olvidamos los esfuerzos y ensalzamos los antagonismos. Más allá de la perorata diaria sobre la navidad y sus hitos, nos envolvemos en ese necesario retorno de lo que fuimos sin darnos cuenta de que el pasado siempre se despide en cada segundo del presente, dejando atrás eternamente el suspiro de nuestra mónada espiritual. Podríamos convenir, o no, que nuestra esencia como país se postula desde esta comparativa con los demás y saturar de argumentos retóricos esa actitud de queja visceral que condiciona la historia de lo que hemos sido. Nos llevamos bien con las posiciones extremas, vaciando el discurso intermedio de las razones de la realidad, aupando a fanfarrones disociales que susurran al oído el canto de las panderetas nacionales. Ojalá pudiéramos reordenar la sabiduría de las palabras llenas de opciones concretas, para así arrimar esfuerzos y aprender desde la suma de todas las realidades. Tal vez sea tiempo para escapar de esta espiral de frivolidad con la que se desarraiga nuestra circunstancia sustancial, dejando en el silencio el susurro de C.S. Lewis ante la pregunta eterna: “¿Con qué estoy comparando este universo cuando lo llamo injusto? Lo perturbador es que la respuesta nos pueda dejar mudos mientras los saqueadores de felicidad nos dejen sin sueños.

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