LA COMPLICIDAD DE LA NAVIDAD
Mientras continuamos debatiendo desde lo público la importancia de las celebraciones en estos próximos días venideros, seguimos cabizbajos, meditabundos ante las decisiones que debemos tomar cada uno de nosotros sobre la responsabilidad individual que nos toca. Horas de discusiones sobre medidas obligatorias, restricciones y demás cuestiones que nos alejen de la siguiente ola de esta pandemia que cambiará de año al igual que nosotros. Nadie debería minimizar lo poco recomendable de reuniones masivas y familiares. Al final hemos creado el gran drama mundial sobre la idoneidad o no de celebrar por todo lo alto estas fiestas entrañables que una vez al año nos hacen, como siempre, más amables y más felicitadores de lo habitual. Toda una demostración de amor inmenso que se olvida de sus orígenes y nos hace cómplices de cualquier anuncio navideño televisivo. Desde aquello de vuelve a casa, vuelve… hasta el convertirnos en elfos ante las puertas de cualquier gran comercio, coincidiremos en que el verdadero sentido de celebración de estas fiestas queda aparcado para unos pocos y nada más. Probablemente será por ello que entre todos hemos inventado esa extraña obligación de reuniones multicolores de casi etiqueta social. Mucho hemos cambiado en estas décadas. Personalmente, y visto lo visto, casi que me alegra haber vivido desde mi infancia la falta de reuniones macrofamiliares, porque la distancia en las generaciones de nuestra emigración restringía, y mucho, la posibilidad de realizar juntanzas entre hermanos, tios, abuelos, primos, sobrinos… Todo ello quedaba para la oportunidad del verano, donde las condiciones de tiempo y economía podían, en el mejor de los casos, entrelazar abrazos y besos bajo el mismo techo familiar. La distancia sabía demasiado a limitaciones. Fueron tiempos de felicitaciones epistolares y, posteriormente, de llamadas entrecortadas de un hilo telefónico donde se deseaba lo mejor con el epílogo de aquella frase confortante de que cualquier día puede ser navidad. Y en esas estamos. El pasado siempre vuelve, y a pesar de creernos eso de una sociedad macroevolucionada, nuestra historia reciente nos hace doblegar la mirada para saber que seguimos siendo especialmente vulnerables para la vida y la convivencia. Decía la escritora Marguerite Yourcenar que “existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad”. Y de alguna manera, si buscáramos más complicidades con el prójimo tendríamos más oportunidades para ejercer ese espíritu navideño que anhelamos y demostramos en sólo unos pocos días, entre demasiado espumillón y excesivas comilonas de turno. Bendita complicidad que sabe más de solidaridad, algo especialmente codiciado en estos tiempos histriónicos de mensajes especulativos sobre idearios patrioteros y estrategias comunicativas proselitistas que llevan a la deriva la veracidad informativa que nos merecemos.
Sería un buen momento de reintentar esa complicidad. Una connivencia con quienes nunca se volverán a reunir con sus seres queridos, con los que seguirán trabajando por los servicios públicos de todos, con los que pasarán, un día más, frío y hambre, con quienes olvidaron los días y las noches de su existencia…. En definitiva, porque sigue siendo imprescindible la participación global por encima de amores limitados, desde los que van de la mano de banderas hasta los que solo saben de correspondencia. A lo mejor sería interesante regresar a la fábula dickensiana desde nuestras calles y barrios, desde nuestros países y continentes, y prometernos aquello de “honrar la Navidad en mi corazón y tratar de mantenerlo todo el año”. Posiblemente, sería un buen principio para este futuro acechante que necesitará más de complicidad que de normalidad.
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