LA OVEJA NEGRA
Creo que formo parte de esa generación que vivió los inicios de ese macro concurso en el que se ha convertido Eurovisión donde lo importante era participar. Ese espíritu musical que sobrepasaba la pequeña pantalla para dejarnos el mayor espectáculo de la canción donde poco a poco se deslizaba ese espíritu patrio que tanta desazón provoca siempre. Tanto es así que con toda sinceridad hace mucho tiempo que dejó de ser una preferencia en mis anhelos con la televisión y se perdió en el inframundo de los recuerdos musicales. Sin embargo, debo reconocer que llevo varios años sorprendida con ese movimiento que ha resurgido entre generaciones actuales convirtiendo el movimiento eurofan en algo admirable por su devoción a la participación musical y su integración en un colosal espectáculo que, por supuesto, mueve ese vil metal que siempre arraiga en las estructuras mediáticas. Cada año la celebración de este evento, cuyo origen se encuentra en esos años de la guerra fría para promover los valores que solo la música podía enmendar, ha pasado a ser el mejor descifrador de las enemistades y alianzas entre países participantes. Y sigue siendo un experimento tecnológico donde abanderar las opciones audiovisuales para encumbrar la exhibición visual que, a veces, sobrepasa los elementos musicales. Hay que reconocer que a pesar del esfuerzo de esa nueva generación de adictos eurovisivos, seguidores incombustibles de cada una de las canciones seleccionadas en cada edición, con sus apuestas entusiastas por los diversos representantes y su aval apátrida a sus favoritos, no han conseguido desfallecer a los polarizadores de turno que ensucian cada año la diversidad y la tendencia de parte. Admitamos que un espectáculo que va más allá del originario espectro europeo ha conllevado asumir las vivencias geopolíticas de estos tiempos demasiado apurados con la libertad, la paz y la democracia. Y el sentimiento nacional como entidad ha pasado a ser un acicate para ciertos países que reportan con sutileza los demonios de sus acciones. Desgraciadamente ese espíritu pacífico de la música tampoco nos sirve para airear fronteras y conflictos y menos, tapar la crueldad de unos tiempos donde la muerte convertida en ceremonia desafectada nos deja en una caja de resonancia demasiado hueca. O tal vez sea como decía el pianista y compositor Leonard Bernstein, “la música puede dar nombre a lo innombrable y comunicar lo desconocido”.
Mientras tanto, en nuestra querida patria tan dada en los últimos tiempos a asumir posiciones polarizadas por aquello del interés aglutinador de los bandos, llevamos la crispación hasta el insulto más simplón hacia quienes fueron aupados por sus fieles seguidores dando validez a los necesarios parámetros sociales, culturales y musicales. Tal vez lo más importante es que las ovejas negras ya pueden confiar en su mejor suerte a los cuatro vientos y eso, sí que puede dar una oportunidad para confiar en la libertad y el respeto colectivo como la mejor insignia para nuestra convivencia en esta, a veces, desafortunada humanidad.
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