ENTENDIDO EL MENSAJE
Comenzamos mes vacacional. A pesar de terremotos, pandemias a medio gas, guerras bélicas y económicas… julio inicia su andadura entre el calor y el deseo de descansar. En el interesante vaciado de las ciudades, que parecen respirar del ajetreo diario, se vislumbra una cierta calma con los ciclos que, a pesar de todo, no cambian. El que más y el que menos tiene su sesión informativa sobre la operación salida, los cuidados ante la subida de las temperaturas o las excitantes imágenes de las primeras playas alborotadas de gente. Todo ello bien documentado con las declaraciones in situ de veraneantes y profesionales del sector, salpicado de cierto optimismo ante las buenas perspectivas. Quedan a un lado los discordantes datos inflacionistas, la subida de la luz y, mucho más allá, Putin y sus secuaces. Es grandiosa nuestra capacidad de ignorar en poco tiempo todo aquello que nos dejó durante meses enganchados a esa última hora repetitiva que tanto cansancio provoca en nuestra vida diaria. Con tantos pesares acumulados no es de extrañar que recibamos a la ansiada época vacacional como el refugio en la búsqueda de nuestra propia normalidad.
Hasta aquí casi podemos pensar que hemos superado los rompecabezas de este último invierno y las tiranteces primaverales que hasta ayer estorbaban tanto. Y como en cualquier celebración, siempre tiene que aparecer el ruidoso de turno que consigue parar a la orquesta en su último chachachá. Y ahí tenemos presente el nuevo eslogan que culminará con el paso del mes de septiembre. Las tertulias diarias comienzan a pergeñar mensajes de lo que nos vendrá encima a partir del otoño. Las entidades internacionales verifican la posibilidad de un apocalipsis mundial si los índices económicos negativos siguen al alza. El resultado de la cumbre de ese brazo armado llamado OTAN resucita aquel concepto de guerra fría que parecía acuñar un pasado propio de pregunta de examen. Pero lo más importante, llegan las nuevas advertencias a la población en general dejando entrever que este será el último verano. Debo confesar que la declaración dicha así consiguió mi atención en segundos. Y me acordaba de las intervenciones anteriores desde el chiringuito de la playa o en las colas de los aeropuertos. Reconozcamos que el cataclismo en el ámbito periodístico ha llegado a su enésima revancha con la ciudadanía, y sigue siendo la mejor estrategia de olvidar pasados y seguir jugando con la pitonisa del futuro. Ciertamente el nivel narrativo lleva mucho tiempo en su máximo exponente y el contagio a nuestra incertidumbre se visualiza cada vez más en el refugio de los vaticinios. Los designios del futuro comienzan a tener más validez que los datos presentes que tendrían que ser la base comparativa de lo que somos. Aún así me reconforta que una vez más los verdaderos realistas hemos sido la ciudadanía de pico y pala. La que sigue haciendo números para llenar la nevera aunque sea bajando unos grados el aire acondicionado. La que trabaja diariamente y se busca la vida para darse un premio y disfrutar de su particular verano al estilo más aristotélico, que para eso “la finalidad del trabajo es el ocio”. Así que a pesar de las profecías otoñales que se nos antojan lejanas, espero disfrutar de este tiempo con mis compatriotas, viendo como mi barrio achica su movimiento con unos que van y otros que vienen de sus escapadas, a pesar del intento por abrasar nuevamente la conciencia a los de siempre. El mensaje queda entendido, pero la responsabilidad de intentar ser felices y justos con nosotros mismos sigue siendo la huella imprescindible.
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