LA VERDAD DE LOS SERES LIBRES

 


Opinaba la filósofa Hannah Arendt que “en la medida en que realmente pueda llegarse a "superar" el pasado, esa superación consistiría en narrar lo que sucedió”. Una breve pero concisa reflexión para aquellos años del conflicto bélico mundial que parecen rearmarse en estos tiempos tan poco escrupulosos con la historia. En nuestro país se ha puesto de moda el revisionismo impropio de demasiadas cosas, impregnando ese característico hedor de lo que se pudre en el alma de los pueblos. Tanto es así que nuestro hemiciclo político nos garantiza semanalmente alguna que otra jarana entre aspavientos y reflujos gástricos de sus señorías. Y sinceramente, así es difícil hacer país o, lo que es inquietante, hacer panegíricos de cualquiera de ellos. El alto grado de maniqueísmo en las desbaratadas relaciones entre las fuerzas representativas desordena la agenda diaria que merece una sociedad que tiene que seguir trabajando, prosperando y buscando, ahora más que nunca, la salud personal y colectiva.
A pesar de reconocer que las diferencias son siempre enriquecedoras, nuestra realidad nacional se basa en la sañuda bronca reincidente ante cualquier movimiento del que, constitucionalmente, tiene la obligación de gestionar. Muy al contrario, ese descrédito del que se opone a esa gestión por pura inercia parece reconfortar a las partes para seguir haciendo patria, su patria, desde la dramática tribuna de la confrontación visceral. Todo un espectáculo a partir de la revisión de nuestro pasado más reciente desde la nueva ola de las crónicas fiscalizadas, donde regresan los bulos que soportaron parte de nuestra vida predemocrática. Tengo la impresión de que hemos despenalizado la mentira del debate público de tal manera, que reorganizar nuestro pensamiento a partir de lo que nos cuentan comienza a ser todo un ejercicio desproporcinado para narrar con cierta coherencia lo que hemos sido y hasta saber lo que queremos ser.
Todo un ejemplo de frentismo fanático donde colaboramos absolutamente todos a partir de los posicionamientos personales. Y aprovechando este cruel dilema, aquellos que siempre quisieron ser voceros de los suyos, han tomado posiciones para hacer el trabajo barato en los medios de comunicación, los cuales, hay que reconocerlo, llevan más de una década en ese infierno que se dirime entre la supervivencia económica y la maltrecha vida digital. En una de las últimas encuestas sobre la opinión de nuestra ciudadanía se agudiza esta falta de credibilidad en todos los fundamentos propios de un país democrático. La gobernabilidad, la justicia o el derecho a la información se deforman entre la sensación de hastío y la falta de confianza. Poco nos pasa ante tanto despropósito y el estéril inmovilismo que provoca.
Es posible que hayamos olvidado muchas partes de la historia de nuestra civilización y reportado entre todos demasiado tiempo perdido en contra de la verdad para seguir engordando libertades sectarias que siempre desoyen el equilibrio certero de los seres libres. Ya saben aquello que decía George Orwell, “cuanto más se desvíe una sociedad de la verdad, más odiará a aquellos que la proclaman”. Y de esto, desgraciadamente tenemos demasiados ejemplos para que, a día de hoy, todavía nos quieran despistar entre gritos de libertad para silenciar la verdad de todos.

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