EN LA ORILLA DEL MULADAR
Cuántas veces nos hemos autoaplicado en nuestro intento individual de deambular por lo cotidiano este consejo del Dalai Lama: “Deja ir a personas que sólo llegan para compartir quejas, problemas, historias desastrosas, miedo y juicio de los demás. Si alguien busca un bote para echar su basura, procura que no sea en tu mente”. Y cuántas veces hemos tenido que dejar ir a algún que otro compañero de camino ante tanto despojo vital.
De alguna manera, nuestro hartazgo tiene ingredientes muy parecidos a los que experimentamos en el habitual paseo por la vida con demasiadas miradas de reojo a nuestras propias pisadas y poca visión futurible de horizontes. Nos hemos acostumbrado al conflicto con exaltación unánime de todo lo que nos rodea. Debe ser por eso que poca construcción de ideas diversas y diferentes conforman nuestro patrimonio intelectual en lo que hacemos y dejamos de hacer. Nos acomodamos en los dimes y diretes de los bandos, siempre confrontados. Nos cuesta discernir los detalles de las exposición diaria para seguir jugando al conflicto facilón de la culpabilidad de los malos de siempre.
Toda una ración de basura social pero bien envuelta de miedos, quejas y su intrépido lacito sobre el juicio de los otros. Lo interesante de todo esto es que según le vaya la fiesta a cada uno, siempre se tendrá que aguantar el peculiar y resignado tirón de orejas de la facción perdedora, como un mantra. No es la primera vez. Llevamos años escuchando ese tintinear trilero sobre los ganadores y vencidos con frases tan lapidarias como “disfrutad de lo votado”.
Toda una pose excéntrica de creerse mejor armado que los demás. Toda una falacia para justificar la falta de responsabilidad en quienes quieren dejar parte de su vida en eso de la gestión pública. Y tanto es así que probablemente estemos generando todo un estilismo político que encumbra sobrada ideología vacía para arrancar el aplauso de la consigna más torpe de la historia, repiqueteando diariamente los problemas, las quejas, el desastre y el consabido miedo para provocar la turbación de una sociedad demasiado hambrienta de certezas y, a la vez, demasiado miope para encontrar el método adecuado de acercarse a ellas.
Ya se lamentaba nuestra estimada Concepción Arenal: “Cuántos siglos necesita la razón para llegar a la justicia que el corazón comprende instantáneamente”. Ya son muchos años escritos en nuestra historia para seguir apedreando la reconciliación entre la razón y el corazón, para reconocerse en la justicia y abandonar la arbitrariedad de esta actualidad tan demagógica que parece escrita en el muladar de turno. Y quién sabe si al final sólo nos quedará el consuelo de rebuscar nuestra dignidad entre el sinfín de sumideros que hemos ido construyendo como una papelera de reciclaje durante todo este tiempo.
Sabios consejos del Dalai Lama, el problema es que sólo se usan en el Tíbet.
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