A PROPÓSITO DEL DÍA MUNDIAL DE LA LIBERTAD DE PRENSA
Decía recientemente Diego Petersen, contemporáneo periodista y escritor mejicano, que “ser periodista es ver pasar la historia con boleto de primera fila”. Durante esta semana de autos, vividos con tanta intensidad por todas las partes, hemos descubierto una nueva forma de hacer periodismo, bajándonos del tren para embotar a la ciudadanía en una espectacular maraña de directos mientras rompíamos el boleto para sumarnos a la guerrilla de los “prime time” desnudos de reflexión y respuestas profesionales. Petersen explica claramente el motivo por el que muchos de los compañeros de esta ingrata y pasional profesión terminan dedicando parte de su tiempo a los géneros más amables de la literatura. “El periodismo está hecho de grandes verdades cuando en verdad lo que tenemos son grandes dudas”. Y en esas nos encontramos, manejando con autoridad meridiana tantos asuntos que no saben responder ni los responsables de ellos. No es la primera vez que utilizamos estos formatos eternos de imágenes en directo, aderezadas con comentarios improvisados que acicalan siempre alguna que otra tendencia en redes sociales para evacuar odios y pasiones, sin desperdicio de jergas de lo más vulgares.
Flaco favor hacemos a esa hermosa relación entre información y veracidad con formatos llenos de ruido ambiental entre los bandos que soporta cualquier iniciativa social. Y hablo de iniciativa porque sigue dependiendo de las personas; esos actos que conllevan reivindicar cualquier posición y que consigue sumar a muchos cientos en un objetivo de respuesta. Algo nos hemos dejado en las redacciones para empezar a ser motivo de titulares en los que aflojamos a jirones esta pulcritud profesional que nos desmerece a todos. Hemos empezado a divulgar un quejido extraño ante los acontecimientos que empieza a invalidar nuestra obligación de oficio por buscar el equilibrio y seguir ocupando esa primera fila para saber simplemente qué está pasando. A lo mejor deberíamos empezar a escribir más libros y menos crónicas y dejar de autocomplacer esa conciencia extraña, pero brillante, que se llama periodismo. Mires donde mires, ninguna de las banderías actuales, y no sólo desde Cataluña, siembra la intriga sobre este quehacer que tanto amamos muchos, pero que, como los malos quereres, se exagera con demasiada pasión para descuidar la línea de la equidistancia. Hace algún tiempo comencé a escuchar de boca de muchos de nuestros referentes actuales una crítica feroz precisamente a esa distancia equilibrada tan importante para medir consecuencias y visionar el origen de tantos problemas que sobrelleva esta sociedad que nos define. Humildemente, creo que esa actitud tan modernista y comprometida fuera de los cánones profesionales es precisamente el inicio de una ruina en la reputación a la que nos debemos la totalidad de nuestra profesión, renunciando a la primera fila para ser robotizada en las redes sociales.
Tal vez sea como reflexionaba el también escritor y periodista Rafael Barrer, cuando decía a principios del siglo pasado que “el periodista auténtico oculta lo suyo y revela lo ajeno; reúne en sí las vibraciones dispersas y las transmite; semejante al cómico, desaparece bajo la realidad que nos transfiere”. Posiblemente, en algún momento, dejamos el asiento de honor y arriesgado de realidad para empezar a ser parte del espectáculo. Lo nocivo es que cuando baje el telón, nos encontraremos que alguien ocupó nuestro sitio y que fue quien, aprovechando la coyuntura, les contó la amarga traición a nuestro oficio. Y para los que siguen titulando, ya saben aquello que decía el maestro García Márquez, que “la mejor noticia no es siempre la que se da primero, sino muchas veces la que se da mejor”.
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