LA DESNUDEZ DEL TONTO
Decía el dramaturgo francés, Alejandro Dumas, que “por bien que se hable, cuando se habla demasiado, siempre se acaban diciendo tonterías”. En este tiempo invernal que nos toca, aceptemos que la mayoría de las veces, además de tonterías, nos tenemos que despachar con ese mal hablar que intoxica esta década frenética de dimes y diretes. Hay que sucumbir a la realidad estéril de demasiadas palabras huecas con las que dirimir erráticamente lo que hacemos todos los días. Tanto es así, que los mismos que critican a sus adversarios para responsabilizarles irremediablemente de una pandemia, son los que seguidamente justifican sus propias inacciones encasquetándoselas a la imprudencia del colectivo social o a las inclemencias azarosas del tiempo. A estas alturas, cualquiera de nosotros, sin banderas reales o falsas, que de todo hay, cada vez que escuchamos decir las palabras mágicas de un gestor político sobre eso de que “todo está controlado”, normalmente es para echarse a temblar, y no precisamente por Filomena.
Hemos comenzado este nuevo año con demasiada intensidad e irreparables tensiones adversas, regresando a los especiales informativos sobre excesos vitales que rasgan esa frágil realidad en la que se ha convertido nuestra existencia. Si ya teníamos bastante con la tercera ola pandémica, nos llega la borrasca perfecta para embrollar mucho más nuestra endeble reacción ante los acontecimientos. Al final, todas las soluciones pasan por no salir de casa, limitar nuestros movimientos y recostar nuestro cansado pensamiento en el frío cristal de la ventana. Siempre nos quedará la opción de ese otro cristal audiovisual inagotable que nos acompaña, pero que, como decía el padre de D’Artagnan, de tanto hablar siempre uno termina apuntalando alguna que otra necedad que servirá para alimentar más despropósitos en las redes sociales.
Y es lo que tenemos, ese imperecedero y renqueante refugio para encapuchar demasiadas mentiras y tan pocas verdades. Al final, lo más ingrato es que de permitir la exposición diaria de demasiadas tonterías y bien adobadas con ingredientes conspiranoicos, se evidencia en exceso que nos deben tomar por tontos. Toda una reafirmación para entender esta herencia vital de lo que hemos sido y que nos adiestramos en seguir siéndolo. Toda una filosofía histórica que ya apuntaba Voltaire como imprescindible para “conocer las tonterías cometidas por los hombres”. Y posiblemente, y tal como tenemos este mundo actual, sería importante reconocer con necesaria certeza los mensajes diarios, no sea que de tanto creer y justificar las torpezas, dejemos el camino abierto al engaño colectivo para abandonarnos en la desnudez de los tontos ante los planificadores sibaritas de las tormentas perfectas, que, de alguna manera, siempre nos han acompañado. A lo mejor es el momento de no confiar demasiado en las conjuras planificadas y apuntalar la democracia que nos cobija a todos.
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