RESENTIMIENTO ACTIVO

 



Decía Albert Camus en sus primeros ensayos, para ir recortando las pericias vitales, que “el sol que reinó sobre su infancia, le privó de todo resentimiento”. En verdad, el origen de nuestros propios resquemores siempre se encuentran en demasiadas tundas infantiles con nuestro propio entorno y con las suspicacias de la propia vida que nos toca. Posteriormente intentamos remover carencias y defectos que condicionan nuestros quehaceres y el propio pensamiento personal. Y, sinceramente, quienes pudieron evitar esas tirrias desde la infancia llevan mucho camino superado. Una reflexión como esta podría explicar algunos perfiles públicos, alcanzando el superlativismo gracias a la exposición en los medios de comunicación. Por nuestra parte, nos escandalizan las formas y modos para seguir consumiendo los extremismos lingüísticos que tanto reflejan la inexactitud de la crítica y la opinión. Un coronamiento del resentimiento absurdo que vacía el futuro y emponzoña el presente. Apuntamos el calificativo pernicioso para olvidarnos del mensaje y su contexto. Y lo peor de todo es que las voces públicas más acreditadas se reconfortan con este ir y venir de clichés nocivos. 

Posiblemente, quienes reordenan su sentido cognitivo en la vida con tan poca destreza hacia sí mismos y, por tanto, hacia los demás, experimentan demasiada desazón con las decisiones propias creando esa ansiedad en la que el culpable de todos los males siempre está en el de enfrente. Lo tremendo de este comportamiento en lo público es la creación de esa insípida crítica por el contrario, por hacer y deshacer a costa de la negación perpetua del otro, y sinceramente, eso significa contribuir a ese señalamiento de colectivos, ideas y propuestas que tanto han agrietado nuestra civilización. Venimos de unas décadas de paz colectiva que, gracias al redundante belicismo circundante, nos quedan siempre lejos. Observamos la desidia sobre demasiadas infancias que apretarán el grito en tiempos venideros, y seguiremos sin entender que las ideas se discuten y se acuerdan para el bien común. 

Mientras tanto, renombraremos nuestros propios pecados en esa bandera tan populista que desacredita el bien de la libertad en su opuesto, que redobla esfuerzos por la individualidad para engullir el beneficio de todos. Tal vez como ensayaba el joven Camus, “sería mejor aceptar el orgullo que uno tenía y procurar hacerlo servir para algo, antes que imponerse”. Lo malo de eso es que algunos imponen un orgullo no de ellos mismos, sino de su clase y condición. Y justo en ese punto, el derecho nos da su peor revés. 



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