LA DULCE REFLEXIÓN
Aconsejaba John Quincy Adams, sexto presidente de Estados Unidos, que “siempre había que votar por principios aunque vote solo y podrá apreciar la más dulce reflexión, que su voto no se pierde nunca”. Esta reflexión de un mandatario del siglo XIX, en un país todavía turbulento en aquella América para los americanos, nos deja una breve esperanza intelectual sobre la capacidad de mejora para una sociedad que parece siempre caminar en la senda del cangrejo. Alguien debería empezar a comprender que, en este tira y afloja de la política como estrategia propia, comienzan a aparecer demasiadas señales de agotamiento para una actualidad internacional que, desgraciadamente, oprime el sosiego de la sociedad.
A pesar de todos los esfuerzos sobre la barbarie, que como bien escuché esta semana, nada nos justificará en el futuro sobre su existencia y nuestro consentimiento, asentamos nuestro café diario con una nueva espiral bélica donde solo aumentan las vidas sesgadas de tantos. Unas maneras demasiado extremas en esto de capitalizar el mensaje público para seguir encontrando la arista y seguir acuchillando el compromiso público con la intransigencia y el esperpento de la ideología como arma letal. Tanto es así que volvemos a polarizar la esencia de la democracia en las mayorías aplastantes por aquello de renunciar a la diversidad de las ideas y la necesidad de los acuerdos. Parece que regresamos a ese pensamiento unívoco de ganar con el argumentario exclusivo de unos cuantos. Precisamente, esta situación nos da la referencia a este sentimiento de tedio y empacho con todo lo que tenga que ver con la actualidad y su distracción. Hace ya tiempo que bebemos de ese libreto conspirativo de todo lo que nos rodea. Somos capaces de limitar nuestro espíritu reflexivo para envalentonar nuestro seguidismo yermo al líder que mejor cuenta con nuestra simpatía. Eso sí, hemos mejorado nuestra propia distopía social agregando a esas huestes tan bien uniformadas el ataque impropio y barriobajero de todo aquello que sepa a diferente. Hemos perdido la dulce reflexión para perder el voto personal y el compromiso esencial de la democracia. La historia contará nuestros propios pecados, como siempre. Lo peor es que ya no formará parte de nuestra decadencia, que esa ya será la herencia para los que vienen detrás. Y ese si que será nuestro atavismo más desamparado.
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