CUANDO UN BOSQUE SE QUEMA

 



Cada verano tenemos esos inputs informativos que tienden a caracterizar en demasía nuestra inmersión protocolaria en la estación del calor sofocante y sus consecuencias. Y siempre, en paralelo, reaparecen las desgracias de este tiempo que sabe más a destrucción y desidia que a otra cosa. El cambio climático es, desde el inicio de su exposición pública, una variante esencial que no ha calado en importancia ni en las políticas públicas ni en nuestras propias conciencias. Eso sí, conformamos un coro de plañideras incuestionable cuando vemos las imágenes devastadoras de nuestros bosques y montes. Una realidad que nos persigue desde hace demasiadas décadas con aquellos carteles que nos avisaban que cuando un bosque se quema algo tuyo lo hace. A pesar de tantos avisos a día de hoy, como mucho nos paraliza unas horas delante del televisor para no volver la vista atrás. Una dicotomía errónea que vuelve a separar esos dos países que conforman lo urbano y lo rural. Ya lo dijo Svante Arrhenius, el padre de la medición del aumento de la temperatura, "el clima está cambiando, nosotros también deberíamos."

Más de un siglo después, reconozcamos que todos los cambios que hemos realizado en nuestro vivir diario siguen pernoctando en el cortoplacismo marcado por nuestros propios pies y, aunque lo digamos con la boca bien pequeña, ya apañarán los que vengan después. Si las tropelías del destino más reciente podían haber evidenciado un interesante cambio de ciclo, la realidad sigue confrontada con ese egoísmo tan nuestro de seguir apoltronados a nuestras costumbres de sofá y levantar el dedo como mucho para pedir una cervecita fresca. Todo ello para seguir mirándonos el ombligo cuando los desaires de la pobre fortuna aprietan en nuestra propia puerta.

Es cierto que todos recordamos las características olas de calor, los incendios cerca de nuestro lugar de vacaciones, los vertidos en las playas que queremos disfrutar, las tormentas que en minutos acaban con cosechas y trabajo… pero en lugar de asentir con el capirote de la indiferencia, sería una oportunidad para realizar una lectura amplia y comprender cómo hemos llegado hasta aquí. A pesar de todas las recomendaciones que saben más a repetición molesta que a soluciones diarias, la gestión de todo lo público sigue a los relinchos de ese imperio industrial que sabe demasiado a producción descontrolada que a estrategias que regresen al respeto de aquello que sigue manteniéndonos con vida. Y como el verano nos da la oportunidad de un poco más de tiempo libre, intentan apaciguarnos de todo lo que vuelven a ver nuestros ojos con el temor ya fehaciente a un invierno próximo lleno de posibles restricciones de la base energética de nuestra vida cotidiana. Eso sí, no precisamente por el deterioro medioambiental, que sigue en los latiguillos de los mensajes públicos. Una vez más la macroeconomía y sus debilidades sigue siendo el caballo de Troya para rearmar los mismos modos y formas que nos siguen llevando en volandas hacia una sociedad que sabe más de destruirse que de forjar una vida que acicale con sororidad a nuestra única madre tierra.

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