LA NECROSIS DEL OLVIDO

 


Decía el enciclopedista francés del siglo XVIII, Voltaire, que “cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es incurable”. Y en alguna fase de la necrosis debemos estar danzando cuando el revisionismo sui géneris de unos se hace tan chulescamente evidente y el salvapatriotismo entona las mejores patrañas tan cercanas a esta sociedad de las autopistas de la información. Ninguna de estas actuaciones está desnuda de tantas intencionalidades ideológicas, propias de los adoctrinamientos comunes del simple existir. Todo tiene una motivación, y por encima de ella no encontraremos ninguna de las buenas virtudes de la verificación de los hechos y de sus historias. Siempre he defendido aquello que tan bien plasmó el poeta y filósofo español Nicolás Ruiz de Santayana cuando dijo que “quien olvida su historia está condenado a repetirla”. Y si unimos olvido y fanatismo podemos encontrarnos con el mayor de los engendros que pisotee lo más valioso que deberíamos acunar en nuestra convivencia, que es el respeto y la tolerancia.

Llevamos una semanita excesivamente necia en cuanto a referentes políticos, que unido a su incansable acecho hacia el voto perdido, nos deleitan con revisionismos formidables de nuestra propia memoria colectiva haciéndonos regresar a esa contienda calculadamente soterrada entre la verdad y la mentira. Todo ello bien aderezado con esa filosofía tan callejera de justificar cualquier dislate porque algo habrá hecho y en su merecimiento está el castigo. Tal vez tenga razón la novelista italiana Susanna Tamaro cuando afirma que “vivimos bajo una manipulación perversa, muy sutil”. Y añadiría que con la misma sutileza nos dejamos desprender poco a poco de valores tan superiores en la convivencia con el igual y el contrario, con el cercano y el absolutamente lejano, entre el vecino y el desconocido del que nunca nada sabremos, entre el bando de unos y de otros. Posiblemente hemos llegado al punto discordante de la falta de empatía con lo diferente, regresando a los mantras que nos hicieron caminar décadas atrás a trompicones y desde las que intentamos recuperar, acaso, las peores soluciones de nuestra historia.

Unas décadas más cercanas, cuando todavía fluía la modernidad de nuestro país desde la conquista de una sociedad plural, comenzaba a generarse el desasosiego de los eternos perdedores que veían como algo se iba quedando en el camino de nuestra propia historia, propagando esa filosofía liberalmente útil del pensamiento único que se abduce hacia un futuro siempre dirigido, pero que se olvida del pasado que diferencia las generaciones.


Lo funesto es comprobar que este tiempo turbador será motivo de estudio de nuestros legatarios, y además de dejarles un planeta hecho unos zorros, nos pondrán carita de hastío por embaucarnos, una vez más, en el juego trolero de las parcialidades de siempre. A lo mejor es tiempo de reconocer cierta cobardía modernista y algún que otro complejismo de deslealtades. O también podría ser una buena ocasión para poner en su sitio las victorias de quienes se sublevan, aunque ganen, y empujar a quienes perdieron, incluso la vida, como los verdaderos protagonistas de nuestra historia. Una crónica que algunos llenan de calumnias mientras seguimos dejando en la cuneta la verdad del conjunto de un país y esa interminable desmemoria que siempre aprovechan quienes nos quieren entre el delirio y la quimera para seguir gangrenando nuestra perecedera existencia.

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