LOS MECENAZGOS DEL SIGLO XXI

Cuando a la caridad se le pone precio y nombre, pierde parte de su significado quedando coja de virtud. De alguna manera, las tres virtudes teologales de nuestras enseñanzas cristianas sufren en la actualidad demasiados contrastes diarios para ser perseguidas desde un punto de vista simplemente humanista. Poca fe en nuestro sistema y demasiada desesperanza en el día a día.
Debo reconocer que la reprobación de algunos colectivos médicos a las donaciones de la Fundación de Amancio Ortega me impulsó especialmente a conocer en profundidad sus razones y su postura contraria. También debo reconocer que, en una sociedad donde la virtud la anhelamos encontrar en el paso del prójimo, la exposición tan grandilocuente de un acto tan generoso me suscitó la duda de un interés subliminar por conseguir una buena imagen ante la sociedad. Aunque algunos de los postulados esgrimidos por las diferentes asociaciones, afeando ese acto monetario de la fundación sustentada por una de las mayores fortunas del mundo, puedan pecar también de grandilocuentes, el fondo que subyace me nutrió para posicionamientos más cercanos a un justo estado de bienestar que a la generosidad puntual de una limosna. Mientras tanto, y en medio de la discusión, un tema tan importante como la lucha contra el cáncer tenía que crear, inevitablemente, muchos frentes, especialmente los más personales, ya que a cualquiera se nos eriza el bello con experiencias cercanas o personales.
Ahora que estamos en plena campaña de la declaración de la renta, todos podemos obtener información sobre decenas de casillas deducibles que evidencian que la caridad pactada no es algo ajeno a la economía de nuestro país, aunque para la mayoría de nosotros, trabajadores con mayor o menor fortuna, queden vacías en nuestros borradores. Nosotros somos de las habichuelas mejor o peor contadas. También es cierto que los compradores de caridad se han convertido en los mecenas de estos nuevos tiempos, donde se escurren bonificaciones fiscales y algunos negocios colaterales que podrán engendrar un nuevo acto simbólico en el futuro. Por tanto, y a pesar de la justificación de que los servicios públicos son honrados con el esfuerzo tributario de toda la ciudadanía, me queda la duda si realmente es así para todos. La desproporción tributaria entre la humilde nómina de un trabajador y las ganancias de las grandes fortunas parece quedar justificada con la donación voluntaria en momentos puntuales. Debo reconocer que la voluntariedad de estos actos puede reconfortar mejor el espíritu que la obligación, so pena de infracción, de la tributación de la renta. Por otra parte, a la incertidumbre, por irregular, de esta voluntariedad donativa hay que reconocerle cierta fragilidad como sostenimiento, en este caso, de las mejoras en el sistema sanitario de nuestro país.
Las razones poderosas se posicionan de ambas partes. No sería yo capaz de rechazar un donativo con tantos ceros a la derecha, pero tal vez, como quien pone a prueba las virtudes teologales, desnudar estos actos de premios tributarios y la soledad del anonimato debieran ser esencia de los mismos. Como dice nuestra cultura cristiana, el premio está en el silencio del alma donde se encuentra la recompensa eterna.
Estoy convencida que a partir de este virtuosismo solidario se entendería mejor la economía colaborativa por parte de todos. No se cuestionaría tantas veces que los que más tienen tributen con la proporcionalidad de sus obligaciones ante la sociedad de la que se nutren sin necesidad de correcciones al alza tan voluntaristas. Volver a la fe en la construcción de una sociedad más justa y equitativa podría ser el broche de oro, cerrando la puerta a paraísos fiscales, bien conocidos por aquellos que rompen el círculo entre lo que tengo y lo que aporto a un mejoramiento del estado bienestar para todos. Tal vez, la esperanza de comprometer nuestro crédito de beneficios más justo, haga renacer un nuevo tiempo de una democracia moderna y virtuosa.

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