SELENOSIS UNIVERSAL

Decía José Saramago que “la hora de las verdades terminó. Vivimos en el momento de la mentira universal. Nunca se mintió tanto. Vivimos una mentira todos los días”. Toda una diatriba a esta época tan acertada de modernidad e impostura ante los retos más antiguos de nuestra civilización. 

Se nos llena la boca de palabras para destruir dicotomías que nada tienen que ver con la realidad de quienes ponemos diariamente nuestros pies en la alfombra de este mundo que nos pertenece a todos. A pesar de tener a nuestro alcance infinidad de canales de información sobre lo que pasa por encima de nuestro ser cotidiano, poco escrutamos en ellos para reconocer los diferentes puntos de veracidad desde mensajes infinitos, aglutinados en eso que hace mucho tiempo consideramos la opinión pública.

Creo que hace tiempo alguien se dio cuenta de que esa opinión pública no existe como tal. Indudablemente, la opinión pública es tan manejable como nuestra propia necesidad de sentirnos en lo cierto respecto a las afinidades personales. Tanto es así que tenemos argumentarios para dar y vender de acuerdo a las orillas en las que asentamos nuestro ideologizado sentimiento, en el mejor de los casos, o para mantenernos dentro de un sistema que en lugar de adecentar la vida cotidiana resopla de inseguridades colectivas para magnificar el individualismo detrás de nuestra puerta. Nuestro Nobel luso se quedaba corto cuando cuantificaba en una unidad esa mentira diaria que parece que normalizamos con cierta credibilidad en nuestros quehaceres habituales. Admitamos que se nos ha quedado una sociedad hambrienta de veracidad y lastrada en maneras arcaicas de mentir sin ruborizar conciencias.

Hoy por hoy es más fácil mantener la atención a partir de un chisme mediático que conservar la tensión informativa desde un periodismo intachable de servicio público. Y es así que jugamos diariamente a todo tipo de críticas, elevando el nivel insultante hasta la evidencia. Eso sí, ya se preocuparán por nosotros en rectificar tanta polarización y recoger velas cínicamente para culparnos de la crispación que vivimos por encima de nuestras posibilidades, ¿se acuerdan? Todo un desaire a una ciudadanía cansada más allá de la pandemia que marca nuestro relato universal. Desde el absurdo de justificar la evidencia de los hechos, hasta negar lo que ya está demostrado, esculpimos a machamartillo en nuestro subconsciente la estúpida sensación de que todos mienten. Ese todismo que envenena a las mejores democracias actuales y que marca el certificado de defunción de cualquier sociedad. No todos son iguales. Ni nosotros mismos ni quienes tienen la responsabilidad de representarnos. Tampoco son todos iguales quienes se deben a la exposición de la información diariamente, con las obligaciones deontológicas y la honestidad narrativa que su profesión les exige. Posiblemente sea cierto que vivimos en un tiempo donde la mentira se hace especialmente universal, en una especie de selenosis individual. Y no debería servirnos de justificación para seguir aparentando nuestra falta de responsabilidad. También lo decía Saramago, “la más falsa de las mentiras es precisamente la que se sirve de verdad para la satisfacción y justificación de sus vicios”. Y desgraciadamente, el destino siempre acecha antes de doblar la esquina, sin avisar, sin darnos cuenta, absortos como estamos en las manchitas blancas de nuestra uñas, sin tiempo para reaccionar e impulsar cualquier cambio y así seguir escondiendo en el bolsillo nuestra falta de compromiso social.



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